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El canto de las ranas
Elba Edith Ramírez Bañuelos

 

Cuentan las historias del pueblo maya, que en el origen del mundo todo era próspero y abundante. No se conocía la enfermedad ni el hambre. Dioses y humanos convivían en paz. La naturaleza se encargaba de dar refugio y alimento a las personas y ellas, en agradecimiento, cuidaban los campos, la tierra, el agua y todos los animales que en ella vivían. La felicidad y el bienestar se basaban en el respeto y la amistad.

Así pasaron los años, pero con el tiempo, los humanos olvidaron sus tradiciones y se perdió el respeto por las fuerzas naturales, los animales y los dioses. Este es el relato acerca del día en que la traición a las promesas y la falta de agradecimiento, casi acaban con la vida.

Aquella tarde, los sabios y gobernantes se reunieron para pensar una solución a la gran sequía que hacía padecer hambre a los habitantes de su tierra.

—Los dioses se han olvidado de su pueblo — dijo uno de ellos.

—Solo porque nosotros hemos faltado a nuestro pacto —respondió el más anciano de todos—, mucho hemos orado en estos días para que vuelva el agua a nuestras cosechas, pero el templo del señor de la lluvia y el relámpago, que prometimos restaurar y venerar cada año, está en ruinas. Ahora el dios Chaac nos ha olvidado, como nosotros lo olvidamos a él.

Con las palabras del anciano, los hombres movían la cabeza aceptando su error. El benévolo dios Chaac siempre había cumplido su promesa de traer la lluvia y hacer crecer los alimentos en la tierra, eran los hombres quienes habían fallado.

—Restauraremos el templo del dios del relámpago, le devolveremos sus colores y llevaremos hermosas ofrendas para que el agua vuelva a nuestras tierras —dijo entonces el señor de los itzaes.

—Ahora eso no será suficiente— respondió el anciano, —Chaac ya no habita en el templo destruido, no puede escucharnos. Hace falta que enviemos un mensajero a las puertas del inframundo, que es el hogar del gran dios.

Se acordó entonces que se enviaría a un hombre valeroso a Ik kil, el gran cenote donde habitaba Chaac, umbral entre la tierra y el mundo subterráneo, para pedirle que volviera a su templo y regresara la fertilidad a los campos y el agua a las personas.

Así, los sabios pasaron muchas horas discutiendo quién sería ese enviado que llamaría al dios y en nombre del pueblo pediría perdón. Cuando finalmente llegaron a un acuerdo, llamaron al guerrero más valiente y le explicaron la razón de su visita a Ik kil.

El hombre preparó su atuendo para la guerra, afiló la punta de su lanza, tomó su cuchillo de obsidiana y fue a buscar a Chaac al gran cenote.

Al llegar al sitio, descendió hacia lo profundo de la cueva. Era enorme su valor y no tuvo miedo, estaba dispuesto a luchar contra todo un ejército si era necesario. Pero en la caverna no encontró nada. El gran cenote que siempre había sido un profundo cuenco con agua, estaba casi seco, ya no crecía a su alrededor la exhuberante vegetación ni había animales que bajaran a beber su cristalino líquido.

El hombre gritó con voz fuerte para llamar al dios, implorando que salvara a su pueblo. Pero nadie, además del eco de sus palabras, le respondió. Así intentó durante largo tiempo encontrar algo o alguien dentro de la caverna, pero no lo consiguió. Desolado y triste volvió a su pueblo.

Entró derrotado el gran guerrero a la sala donde lo esperaba el Consejo de sabios y explicó todo tal cual había sucedido.

Una nueva discusión se inició, ¿a quién y a dónde deberían mandar al mensajero para que el dios los escuchara?

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Después de muchas deliberaciones, se acordó enviar no uno, sino cuatro mensajeros a buscar al dios. Grandes y valientes hombres fueron en busca del dios gigante de la lluvia y el relámpago para pedir su perdón y que con ello volviera el agua al pueblo.

Uno de ellos viajó al Norte y llevaba como ofrenda una paloma blanca. El segundo caminó hacia el Oeste y su regalo era un cuervo negro para el dios, mientras que el regalo del guerrero que fue al Sur era un águila amarilla. Finalmente, el cuarto guerrero, que partió con dirección al Este, llevaba un faisán rojo.

Puesto que Chaac miraba siempre hacia los cuatro puntos cardinales, los hombres podían encontrarse con alguna de sus caras durante el viaje. Los sabios estaban dispuestos a intentarlo todo con tal de salvar a su gente de la gran sequía. Así se dispuso y así se hizo.

Los días pasaron y no había noticias de los guerreros, el pueblo sufría y los animales morían ante la escasez de agua. Hasta que al tercer día, las aves que acompañaban a los guerreros llegaron ante los sabios llevando cada una un mensaje desolador: “Chaac nos ha abandonado”.

La nieta del anciano sabio había estado observando, a escondidas, todas las reuniones del Consejo desde el primer día y cuando llegó el triste mensaje, vio cómo los ojos de su abuelo se inundaban de dolor y desesperanza.

Zazil, era una chica muy astuta, había aprendido la sabiduría de su abuelo a través de las historias que desde niña le contaba, era ingeniosa, siempre encontraba la forma de escuchar las reuniones secretas de los sabios, y además tenía gran amor por todo lo que la rodeaba, los animales, la tierra, el fuego y el sol, amor por las personas y por los dioses, por las fuerzas de la naturaleza y todo aquello que no podía tocar pero sentía en su corazón, por esa razón sufrió al ver en los ojos de su querido abuelo, el dolor de su gente.

Decidió entonces ir en busca de Chaac y hablarle de la pena de su pueblo y de todo lo que en esta tierra estaba sufriendo a causa de la falta de agua.

De inmediato se preparó y salió a la gran selva. Buscó en las cavernas y cenotes, buscó en los cerros y en los valles, buscó y buscó, llamó con todas sus fuerzas al señor Chaac, pero no lo encontró. Cuando la desdesperación llegó a su corazón, recordó un cuento que su abuelo le había contado de niña: el relato de la llegada de la lluvia al mundo.

Los humanos habían enviado mensajes a los dioses con diferentes animales para que trajeran el agua a sus campos de maíz; la única que fue capaz de hacer llegar la lluvia hasta su tierra, fue la rana.

Al recordar esto, Zazil se sentó sobre una roca y guardó silencio. Abrió su corazón y escuchó todos los ruidos de la selva cuidadosamente. Estuvo así largo rato hasta que con emoción, detectó el lejano croar de una rana. Siguió el sonido. Cerró sus ojos y caminó siguiendo solo ese pequeño croac-croac muy lejano, muy débil, caminó y caminó, hasta que se convirtió en un estridente ruido que la aturdía.

Al abrir los ojos, se descubrió en una oscura caverna, cuya humedad apenas permitía respirar. ¡Estaba segura de que este era el hogar de Chaac!

Con paso seguro y sin miedo se adentró en ella, hasta que un profundo manantial subterráneo le impidió caminar más. Entonces entonó una dulce melodía.

“Gran señor de la lluvia,
mi pueblo sufre y la tierra está en agonía,
vuelve ¡oh, Chaac el grande!
a bendecir nuestros campos
para que las plantas sacien su sed
y el jaguar vuelva.
Vuelve ¡oh, Chaac el grande!
desde los cuatro puntos del mapa
a tu templo nuevo,
donde te veneraremos
hasta el fin de los tiempos.”

El agua comenzó a moverse y a retumbar la caverna, pero Zazil no tuvo miedo, confió en la bondad de Chaac y lo esperó de pie, con sus grandes ojos negros abiertos y el corazón palpitando rápidamente.

—He visto una luminosa voz atravesar mi caverna, que me ha recordado el corazón de los humanos —dijo Chaac. —Pequeña Zazil, la luz de tu corazón ha salvado a tu pueblo. Confiaré en tu promesa y devolveré a la gente el relámpago y la lluvia. Vuelve a tu casa que yo levantaré mi hacha de piedra para golpear las nubes que llevarán el agua a los campos de maíz y a todos sus animales.

—¡Ve, y contigo lleva el croar de las ranas que darán la buena nueva! —El señor Chaac cerró los ojos y continuó:  —Mmm, ahora puedo ver las ofrendas que han llevado ante mí, tomaré la paloma blanca, el cuervo negro, el águila amarilla y el faisán rojo en señal de que cumpliré, y mientras el respeto hacia mi templo continúe, yo haré llegar desde los cuatro puntos la lluvia y la vida a su pueblo. Ve pequeña Zazil e ilumina los ojos de tu abuelo.

Así lo hizo Zazil y con gran alegría salió de la caverna.

Afuera ya se escuchaba el croar de las ranas que acompañó a Zazil durante el camino de regreso.

En su pueblo, el sabio anciano se sentía desconsolado, pues además de haber perdido el respeto de los dioses había perdido a su amada nieta Zazil. Así se sentía cuando de pronto comenzó a escuchar a lo lejos un leve croar de ranas y exclamó ante la presencia del Consejo.

—¡Escuchen, escuchen con atención! ¡Esta es la señal que estábamos esperando! El benévolo Chaac nos ha perdonado.

Dicho esto, comenzaron a caer las primeras gotas sobre los campos y poco a poco se convirtieron en una lluvia torrencial que acabó con la sed. La naturaleza reestableció su equilibrio.

Empapada y feliz llegó Zazil a los brazos de su abuelo.

—¡Abuelo! Tus palabras me guiaron hasta el dios Chaac, ha sido bueno conmigo y me escuchó. Me ha pedido que vuelva el respeto y con ello se restaurará la promesa de que cada año volverá la vida a la tierra.

El Consejo de ancianos escuchó las palabras de Zazil y el señor de los itzaes mandó reconstruir el templo para el dios, edificando en cada una de las esquinas del templo las cuatro caras del Chaac para que nunca se olvidara de mirar hacia su pueblo.


Ficha de la autora
Elba Edith Ramírez Bañuelos: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Maestra en Ciencias de la Educación por el Instituto Superior de Investigación y Docencia para el Magisterio. Cursó estudios de Derecho y Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara y actualmente estudia el Doctorado en Humanidades en la misma institución y es asesora frente a grupo en el ISIDM.